Todos tenéis algo en lo que sois únicos (por eso habéis vivido en esta vuestra casa, hasta hoy mismo, y que lo siga siendo siempre). Algo, más o menos recóndito, que os distingue y que os califica. Se trata de una señal, de un halo, de una característica no siempre perceptible, o al menos no por todos. Tal valor tenéis el deber de subrayarlo. En un momento de los ritos templarios de iniciación, el Maestro de Ceremonias encendía tres velas en el altar del ábside y oraba: “Que la sabiduría rija nuestros trabajos, que la fortaleza los concluya, que la belleza los engalane.” Con esa ilusión debéis avanzar. Hasta obtener la certeza de haber hecho lo que teníais que hacer, y desempeñado vuestro papel irrepetible, que ningún otro podía representar. Sólo a través de vuestras respectivas peculiaridades confirmaréis la suerte de existir y la de haberlas aprovechado para cumpliros verdaderamente en medio de la diversidad infinita, tan enriquecedora para vosotros y la colectividad.
Ser original –en el fondo todos lo deseamos- consiste en ser uno mismo, no en imitar a otro ni en convertirse en triste fotocopia. Pero hacia esa espantosa meta os empuja la sociedad de consumo, con sus mimetismos, su dirigismo y su vulgaridad cultural, su consideración casi delictuosa de las personalidades, sus espectáculos reiterativos, sus televisiones, su usa y tira, su robotización de la cabeza y el corazón humanos. No hay nada que os eleve tanto como acometer apasionadamente la irrepetible hazaña que es vivir, y en vuestro caso vivir creando. El desapasionamiento quizá alargue la vida, pero estoy seguro de que no la enriquece.
El arte es la expresión de lo que, sin él, no podría expresarse. Se nutre de lo inasible; su práctica es inefable. Trata, a tientas, de poner puertas al campo y de enmarcar el universo. Trata, entre balbuceos, de cantar y dar voz a lo que no la tiene. Todo arte es el despliegue de una dominación: de la palabra, de los ritmos, de los volúmenes, de las luces, de los sonidos, de los colores… Sin embargo, la realidad está tramada por un entreverado menos simple que el arte: el arte nos la hace inteligible.
Crear es, en el fondo, conseguir que una centella atraviese la noche; que un rayo rasgue el ancho pecho de la noche. Quizá lo que tengan en común todas las artes -lo habéis podido comprobar en vuestra estancia en la Fundación, compartida con otros creadores- es que el caudaloso caos de la realidad, al percutir sobre quienes las ejercen, hace saltar la deseada chispa, distinta en cada una. Distinta, aunque el repertorio de los gestos humanos sea tan breve.
Entre vosotros -esta decimoquinta promoción y las que os precedieron- se percibe tal variedad que os transforma en un caleidoscopio. Unos escribís, otros pintáis, otros esculpís, otros componéis, otros filmáis, otros fotografiáis: sois artistas que os esforzáis -o eso quiero creer- en concretar vuestra intimidad más honda a través de un lenguaje de colores, de ritmos, de formas, de volúmenes, de luces que compartís con los demás. Y en obtener así un modo de entenderos y de solidarizaros por medio del fructífero esperanto del arte.
Antonio Gala